A veces, cuando te pones a pensar en tu presente, tu pasado o futuro, olvidas las obligaciones que tienes delante de tus ojos, olvidas el planeta que ves alejándose por la ventana de aquella nave mientras observas aquel otro acercándose con rapidez, listo para clavar sus garras en tu alma y sacarte los ojos con su pico. El ave de Edén en mí buscaba eso, cegarme de la posibilidad de ver a Moebius como el cálido hogar que hasta entonces había sido, cegarme siquiera de verlo para, como si un ciego ya fuera, centrarme en mi mundo inmediato, a escuchar y sentir mis al rededores, a sentir la gravedad de la nueva tierra que pisaba, a entender que mi vida y mis decisiones eran ya del dominio ajeno... A entender que mi vida era de en ese punto en adelante, la vida de otros .

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Aún durante los primeros días de clases, no me acostumbraba a las personas, a las armas y a tanta regla estricta; me resultaba complicado disfrutar de la carcel a la que mi familia, con ojos de orgullo, me habían sometido, pero lo bueno es que no estaba solo... Conmigo, de Moebius, no había llegado tan solo como pensaba, ni tampoco me hallaba siendo el único sujeto nuevo y torpe de la institución. Algo agradable podía encontrar en eso, no el que fuera bueno hallar gusto en el mal o la ineptitud ajena, si no que el compartirla y hacer de cada clase algo , quizás hasta, tan disfrutable como la típica vida escolar no militarizada que se tiene fuera de lugares como este, pero eso no significaba que ya me llevase propiamente bien con todos o que me llenase de amigos, si no que significaba que quienes a mi al rededor se hallaban eran personajes con los que las clases se pasaban rápido, sea que prestase o no atención a las mismas, ninguno me disgustaría o inconvendría en medio de ella.
                                                 
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Pero, y porque siempre hay peros, poco a poco esa soledad sin amigos o personas con las que realmente compartir generaba problemas en mí, los típicos problemas que se generan en el espíritu de un ser auto-limitándose y negándose la compañía de otros, los problemas de un ser que pasaba sus tardes en la habitación, que por azares del destino le tocaba usar, tras cada día. Jamás saliendo a compartir, jamás saliendo ni a caminar, jamás saliendo a ningún lado, jamás visitando lugares con personas en ellos... Exceptuando la típica excepción que toda narración con excepciones posee, los techos de la zona residencial.

Alpa era un muchacho que habitaba el típico edificio lleno de estudiantes, un chico que, aún compartiendo tal gran estructura, se negaba a compartir de manera consciente con los otros estudiantes del lugar, por lo que siempre que podía, escapaba al techo del edificio, desde ahí podía respirar con más calma y, con un poco de la audacia que de niño aún le quedaba, atreverse a escalar las barreras del techo para pasar a los otros de los edificios cercanos. Era una zona llena de edificios con techos amontonados unos con otros, azoteas pegadas y espacios por los que moverse... Moverse si se era un muchacho con metas tan robóticas en la vida.

Y por ahí iba el muchacho, explorando aquella noche quizás más lejos de lo que jamás había llegado a explorar, llegando a los balcones y terrazas de otros edificios a observar a otras personas en su vida diaria, a espiarlas y ver bien la clase de gente con la que compartía la academia, espiando entonces, boquiabierto, desde una ventana abierta y a tres pisos de altura, lo que parecía ser una mujer de cánida descripción.